El viernes 26 de junio se cumplieron 75 años de la firma de la carta de la Organización de Naciones Unidas (ONU), un documento que estableció el experimento más grande y de mayor duración en el ámbito de la cooperación política internacional de la historia moderna. Y Chile, junto a otros 50 países, fue uno de los primeros signatario de la Carta, estableciendo una clara vocación multilateralista en su política exterior, la cual ahora se ha puesto entredicho.
Sin embargo, Naciones Unidas conmemora este aniversario bajo un espectro de incertidumbre sobre su futuro. La estructura diseñada para los desafíos y riesgos del siglo XX, parece no adaptarse a la velocidad de las necesidades globales del siglo XXI. El caso de la pandemia COVID-19 da luces de sus limitaciones.
Con todo, en el marco de la historia de las relaciones internacionales, la ONU ha logrado construir y consolidar una red de regímenes internacionales que ha logrado reducir la violencia, el hambre y dar estabilidad a la comunidad de sus estados miembros. Y si bien no ha sido muchas veces capaz de articular consensos para destrabar históricas disputas entre países, en el último tiempo ha tenido la capacidad de ser un espacio multilateral para enfrentar la crisis climática y ser el responsable de dar una respuesta humanitaria a los refugiados separados de sus tierras ya sea por conflictos o desastres naturales.
Los observadores de la ONU, y en eso la OEA ha jugado un papel clave, han ayudado a garantizar elecciones libres y justas, las Operaciones de Paz han intervenido donde pocos países lo harían solos, y sin el Tratado de No Proliferación, muchos más países tendrían hoy armas nucleares. Pero, por otro lado, es difícil pensar en una mayor crisis institucional que la del Consejo de Seguridad, el organismo más poderoso de la ONU, el cual ha sido más bien un escenario para que rivales como Estados Unidos, Rusia y China simplemente veten las iniciativas de los demás. No pudo evitar los genocidios en Ruanda, Darfur y más recientemente Myanmar, y fue incapaz de frenar la invasión estadounidense de Irak en 2003 o la anexión rusa de Crimea una década después. Lamentablemente, no ha hecho casi nada en Siria.
En este cuadro, las grandes interrogantes que quedan por vislumbrar son tres.
Primero, la distribución del poder en la ONU. La organización sigue estancada en 1945: Francia y el Reino Unido siguen siendo miembros permanentes del Consejo de Seguridad, que tiene un solo miembro permanente de Asia (China), y ninguno de África, Medio Oriente o América Latina.
Segundo, ¿quién va a pagar por la ONU? El presupuesto ordinario de la ONU está cubierto por contribuciones obligatorias de todos los estados miembros, pero la mayoría de las agencias de la ONU dependen de contribuciones voluntarias. Este financiamiento discrecional ya estaba en alto riesgo, y es probable que disminuya aún más a medida que el coronavirus reduzca los presupuestos nacionales. Las agencias de la ONU tendrán que encontrar el dinero en otra parte y al parecer será China, y no Estados Unidos, quien llene ese vacío.
Tercero, ¿COVID-19 ayudará o perjudicará a la ONU? Por un lado, una crisis mundial de salud pública subraya la importancia de precisamente el tipo de cooperación internacional que la ONU debe fomentar. Y a medida que la pandemia se profundiza en todo el mundo en desarrollo, la ONU debería desempeñar un papel importante en la gestión de impactos simultáneos que tendrán en salud pública y en lo económico-social, siendo Latinoamérica uno de sus principales focos.
Ante este escenario crítico de la ONU, Chile necesita acciones colectivas internacionales que promuevan reglas claras, comprehensivas y transparentes, privilegiando el derecho y el multilateralismo por sobre las respuestas unilaterales.
Chile debe ser un agente que promueva el fortalecimiento y renovación de la ONU. No solo se trata de defender principios y normas internacionales, sino que también una necesidad ante los desafíos globales que enfrentamos como comunidad de estados. Es por ello, que las decisiones de Chile en este último tiempo son confusas y preocupantes. Un país pequeño como Chile, que se reinsertó exitosamente internacionalmente en 1990 promoviendo valores liberales, toma medidas de encapsulamiento (cierre de embajadas) y crítica los informes internacionales de Derechos Humanos de la OEA (CIDH). Cada acción internacional tiene consecuencias a su prestigio, y al parecer, Chile todavía no se da cuenta que una política exterior nacionalista y con mentalidad del siglo XIX juega no solo en contra de su posicionamiento y status internacional, sino que también y más importante, de sus ciudadanos. La región, Chile incluido, no tiene muchas opciones para luchar contra el crimen organizado, el tráfico o enfrenar la crisis climática que no sea a través de plataformas de concertación política internacionales.