Las cifras de la pandemia que hemos seguido durante casi todo este año no han sido solamente datos duros acerca del comportamiento del virus. También nos hemos relacionado emocionalmente con ellas. A días de anunciada la alerta sanitaria, un dolor amenazante se instaló en nuestras vidas, el cual se fue haciendo cada vez más extenuante en la medida en que las cifras desfilaban por la pendiente ascendente. Y ahora que los números disminuyen, pareciera que también nuestro dolor ha ido menguando. Pero ¿qué fue ese dolor que de forma tan abrupta irrumpió en nuestra cotidianidad, haciéndonos tan conscientes de esa condición que nos distingue de todo ser viviente, la conciencia de que podemos morir?
En su reciente libro Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy, Judith Butler recuerda el verso de la poeta brasileña Cecília Meireles, “siento el mundo llorar como en una lengua extranjera”, para mostrar la relación intrínseca que existe entre el dolor y la experiencia de enfrentarnos a una lengua no nativa. “Ese dolor está ahí, inaccesible, y sin embargo, el yo lo siente”. ¿No fue ese el dolor que nos acompañó durante estos meses, un dolor que surge de circunstancias ajenas e inasibles, pero que, no obstante, hacíamos propio?
Sea porque creyéramos que la próxima víctima del nuevo virus podíamos ser nosotros, un amigo o un familiar, o porque el vasto horizonte de la vida incierta se paralizaba ante la inminencia de la muerte, lo cierto es que experimentamos una especie de dolor universal. Un dolor que se sintió en cada territorio del mundo y cuya dimensión global, incluso, sirvió a momentos para anestesiarlo.
Si creo que esta experiencia que merece ser rescatada, es porque, de algún modo, nos ha vuelto a relacionar con el concepto de igualdad, pero desde su lugar más primario: frente al dolor somos todos iguales, más allá de cualquier condición −socioeconómica, racial, sexual, de nacionalidad, en fin− que nos acompañe.
Las nuevas formas de resistencia, plantea Butler, comprenden la igualdad de esta manera. Quizás el caso por antonomasia sea el movimiento “Ni una menos”, donde la lucha por la reivindicación de un derecho ya no se asienta en lo que tengo en común con quienes lideran un movimiento, sino en la posibilidad que tenemos como seres vivientes de asimilar el dolor, al punto de lograr hacer propio el sentimiento de una vida menos. Una mujer menos no es un número menos en América, en Asia o en África. Es una persona menos entre nosotros, y desde esa comprensión es que podemos demandar que ninguna vida en el mundo debiera ser “sacrificable”. O, en palabras de Butler, que todas las vidas son “igualmente llorables”, no importa qué formas adopten ni a qué grupo social pertenezcan.
En tiempos en que somos cada vez más conscientes de nuestras fuentes y formas de violencia, se vuelve imprescindible repensar también nuestras formas de resistencia. Quizás la pandemia, al vincular a todo el mundo en un mismo sentimiento de pérdida, nos ofrece un camino para abordar esa reflexión desde nuestra verdadera condición universal, la única –o al menos la primera− que tenemos en común con cada ser humano que se pierde: la experiencia de la vida.