Año a año, la última semana de octubre México se viste de muerte. Calles, quioscos, avenidas principales, plazas, boliches de barrio y también las casas, se adornan con calaveras pintadas con brillos de todos los colores, se montan altares con pan de muerto, tequila o mezcal y flores de Jamaica, imágenes religiosas se abrazan con estampitas paganas y en cualquier esquina se puede encontrar a quien venda poleras o calcetines con la catrina impresa. A los muertos se les hace la fiesta que merecen por haber vivido y se les agradece con jolgorio la tristeza que significa que ya no estén. El origen de esta celebración viene de aquellos pueblos primigenios que trabajaban la tierra y sus ciclos agrarios: la vida en la cosecha, la muerte y el renacer en la siembra. ¿Es esto sinónimo de que no le temen a la muerte? No, los mexicanos sí le temen pero tienen una relación menos puritana con ella. Y en ese sincretismo cultural que se produjo al empalmar lo cósmico con lo católico, triunfó la desacralización respetuosa, que amiga la imagen de la muerte en un bordado dispuesto a ser lucido como una nueva oportunidad de seguir viviendo.
Los chilenos no tenemos ceremoniales para convertir la muerte en algarabía, probablemente porque cargamos una identidad lánguida y un tono que sintoniza más con la zampoña que con las trompetas, con el color gris que con el añil. Sin embargo, y contra todos los pronósticos de los últimos años, esta semana que termina fuimos capaces de dar el primer paso para hacer de estas fechas un ritual de vida, cavando la tumba de un vivo que se negaba a morir. Más que matar a Pinochet desde lo simbólico -lo que es efectivo- le dimos un vuelco a la desesperanza, regalándonos la oportunidad de dibujar un nuevo mapa en el que quepamos todos y todas, con reglas del juego dispuestas como un naipe abierto sobre una mesa y no con la mitad de las cartas bajo la manga como ha sido hasta ahora.
El primer paso para que los diferentes Chiles que viven bajo un solo país puedan sacar el mismo provecho a la vida que hasta hoy solo hemos podido obtener algunos. Para que lo que es paternalismo mañana sean derechos incuestionables, para que se escriba una nueva historia sin miedos y a cara lavada, para que coincidamos en que cuando el poderoso abusa de un débil no se trata de un exceso sino de un delito, para que cada ciudadano ejerza sus derechos sin vulnerar los de los otros y para que, como escribió Nicola Sacco en una carta a su hijo antes de ser asesinado en la silla eléctrica, “la felicidad que sientas cuando juegues no la acapares toda para ti”.
El primer paso, insisto, porque todavía nos queda camino por recorrer y en esa travesía hay riesgos y celadas. La trampa de las agendas que algunos cargan en los bolsillos, el cálculo pequeño del que mira desde una planilla de Excel y no desde una narración que sirva para que otros puedan vivir mejor, desdeñando la ética con tal de abultar su propio feudo podrido, sin importarle transformar la vida obtenida en una urna, en la muerte sin remedio cuyo destino solo es un ataúd.
Cada año cuando llega la medianoche del 1 de noviembre, se reúnen en procesión cientos de hombres y mujeres que caminan en silencio y con antorchas hacia el cementerio de Tzirumútaro, en la isla de Janitzio, Patzcuaro. Van al encuentro de sus muertos, y el lugar los recibe con flores y velas que marcan el sendero por el cual los difuntos regresan a la vida. Si necesitamos veladoras para andar sin desviarnos de la ruta, habrá que hacerlas. Los cantos ya los tenemos, los gritos también.