Estaremos todos de acuerdo en que la educación es el mecanismo que tenemos para incorporarnos a la vida compartida en sociedad.
Para algunos, esto se traduce en una larga lista de contenidos que los estudiantes deben escuchar (y leer), memorizar y repetir en sucesivos test, para demostrar que “aprendieron”. Para quienes tienen esta concepción de la educación, es normal que sientan que el 2020 ha sido un año completamente perdido. Ha habido pocas posibilidades de que los estudiantes “escuchen”, especialmente por la carencia de dispositivos y conectividad en vastos sectores rurales o vulnerables. Por lo mismo, no es fácil saber cuánto han podido memorizar y repetir, ya que las posibilidades de los test también se encuentran muy limitadas.
Para quienes creemos que la educación es más que eso, la mirada tiene matices que nos diferencian de la perspectiva fatalista. Quienes creemos que el aprendizaje es desarrollo humano integral, descubrir y ayudar a hacer florecer los talentos de cada uno, celebrando nuestra diversidad para construir comunidades ricas y solidarias, en donde el crecimiento de todos importa para hacer el mundo mejor, el año pasado no fue un año completamente perdido.
Por supuesto que fue un año extremadamente complejo y duro, para los estudiantes, los docentes y las familias. Fue un año particularmente injusto para los de siempre, los que no tenían conectividad, dispositivos ni a los mejores docentes para acompañarlos. Hubiese ayudado a hacer esto menos difícil, si las políticas públicas se hubiesen alineado rápido para cerrar las brechas y desigualdades existentes. Lo dijimos muchos, muchas veces, desde marzo, con poco eco.
Había una oportunidad, que algunos pocos colegios, escuelas, docentes y comunidades aprovecharon bien, para convertir el nuevo contexto en oportunidad para aprendizajes profundos, de cercanía de las familias, de experiencias situadas de aprendizaje, de flexibilidad y focalización en lo esencial, de desarrollo socio-emocional, de escucha activa de niñas y niños, en fin, de preguntarnos cómo es aprender en contexto de pandemia y asegurar que nadie se quedara fuera de las mejores opciones educativas.
Lo anterior requería asegurar condiciones esenciales (conectividad, dispositivos, plataformas en línea, capacitación) y aquellos que pudieron hacerlo, tuvieron experiencias interesantes que se quedarán más allá de la pandemia como oportunidades diferentes de aprender en conjunto. En estas experiencias exitosas hay semillas de la transformación de fondo que la educación del siglo XXI viene reclamando.
El ministerio decidió (probablemente porque su mirada está más cerca de la primera forma de entender la educación) que la única y mejor solución era el retorno a las clases presenciales. Desde abril mismo, se comunicó sistemáticamente a las escuelas que estuvieran preparadas para el inminente retorno, que siguió siendo inminente e incumplido para casi todos los estudiantes hasta que ya se terminó el año escolar en diciembre.
¿Y el plan B?
Ahora estamos en pleno proceso de preparación del comienzo del año escolar 2021 en marzo próximo. El ministerio pidió a todas las escuelas que tuvieran un plan preparado para el inminente retorno, y luego celebró el que casi todas las escuelas ya tuvieran un plan.
No está claro si ese plan se podrá implementar en la mayoría de ellas. Las cifran de contagios siguen al alza, y si revisamos la experiencia de los países que nos llevan la delantera, todo parece indicar que marzo podría encontrarnos en plena emergencia de la segunda ola de la epidemia, que se ha mostrado aún más contagiosa.
De todos modos, vale la pena el optimismo y la preparación. Tener planes y financiamiento apropiado y suficiente para cubrir los gastos extraordinarios que implica es muy importante. Por supuesto que, si pudiésemos elegir, todos (docentes, estudiantes y familias) preferirían el retorno de las clases presenciales. El punto es que no es claro que podamos elegir, y las condiciones serán impuestas externamente por el desarrollo de la pandemia. Por eso parecen tan extraños los “llamados a volver a clases presenciales”, porque suponen que al otro lado hay alguien que, escuchando el llamado, pueda aceptar la invitación como acto de mera voluntad, de ganas, de buena disposición. No se trata de eso, se trata de que las condiciones sanitarias lo permitan.
La pregunta relevante en este escenario es ¿y dónde está el plan B? Si las condiciones sanitarias impiden el retorno, ¿cuál es el plan? ¿o vamos a repetir el grave error de seguir esperando el retorno inminente sin garantizar las condiciones esenciales a los estudiantes más vulnerables y alejados?
Ya el 2020 nos mostró que, ante la incertidumbre del contexto, fallamos en ofrecer a TODOS los estudiantes, sus maestros y escuelas, las condiciones para el aprendizaje en modo coronavirus. El primer año, algunos podrán justificarlo por lo impredecible e inesperado del momento. Y aunque es difícil de aceptar esa argumentación (porque hubo advertencias y soluciones sobre la mesa), repetirla un segundo año sería derechamente una negligencia inaceptable.