Desde la postergación de la fecha original del referéndum constitucional, originalmente programado para abril recién pasado, hemos sido testigo de deslices, opiniones, comentarios y declaraciones que plantean la necesidad imperiosa de una nueva postergación, por razones sanitarias, mientras otros, acusan una “intentona golpista” al memorable Acuerdo de Noviembre. Cartas van, respuestas vienen, amenazas van y amenazas vienen, y finalmente nadie repara que el tiempo pasa, lo cual significa que en cualquier momento caemos en el “punto de no retorno” de la elección, vale decir, donde los ajustes necesarios para llevar adelante comicios seguros desde el punto de vista sanitario se hacen imposible.
En este sentido, obviando el inacabado debate netamente político sobre la postergación, debemos colocar sobre la mesa el elemento técnico denominado calendario o cronograma electoral, no sólo aquel regulado por las normas jurídicas, sino aquel vinculado con miles de acciones de logística electoral y que hacen materialmente posible la celebración de una elección. La pregunta es ¿El Estado puede construir una organización y logística electoral para enfrentar el referéndum en el marco de la “nueva realidad”? Digo esto, porque no cabe duda que nadie podía prever la dimensión y características de la pandemia, lo que se traduce en que la formula para enfrentarla no vamos a encontrarla en Manuales Electorales, sino en la generación de alternativas extremadamente ajustadas a nuestra propia realidad.
En este contexto, lo que resultaría francamente intolerable en un sistema democrático, sería que la decisión de postergación o celebración del acto ciudadano más relevante, se vea severamente interrumpido por razones “materiales”. Este punto demuestra cuanto nos falta como país relevar la “cuestión electoral”, llevando al debate público su quehacer y no pensar que el Plebiscito de 1988 es garantía perpetua de buen funcionamiento y transparencia.
El nulo debate sobre la posibilidad de implementar el voto electrónico presencial, las dificultades crónicas del Registro Electoral “parido” después de la ley de inscripción automática, el desconocimiento de la totalidad del calendario electoral, son algunos de los elementos que deberían alternar al Congreso y Gobierno sobre los riesgos en la celebración de elecciones en Chile. Sin embargo el “fetiche” de 1988, suceso que ocurrió hace 32 años en plena Guerra Fría; que votar con papel es propio de la “cultura” chilena, como si nuestra vida cotidiana no fuera exclusivamente virtual; o el ocultamiento que permite el voto voluntario de las fallas en los domicilios electorales de los ciudadanos y ciudadanas, son solo algunos de los factores que hacen dormir tranquilo a muchas y muchos políticos de la Nueva Ola.
Parece un imperativo el develar que la debilidad para enfrentar la crisis pandémica del Estado, no sólo se limita a la atención de las necesidades materiales y sanitarias fundamentales, sino también a la ausencia de soportes necesarios del SERVEL para crear fórmulas innovadoras y flexibles ante una realidad que parece mutar a ritmo vertiginoso.