La conciencia de que el sistema educativo no está a la altura de los desafíos que la sociedad del siglo XXI le propone se ha asentado en buena parte del mundo.
Por supuesto, compartir el diagnóstico de las limitaciones, restricciones y malos resultados que estamos logrando al preparar a niñas, niños y jóvenes para el mundo real en el que se van a desenvolver, no significa necesariamente estar de acuerdo en la dirección en que el sistema educativo debiera moverse. Y especialmente, no significa que todos los actores estén dispuestos a abandonar su zona de confort o la posición que hoy tienen en el sistema.
Suele ser más fácil esperar que sean los otros los que cambien. Las familias deberían involucrarse más, los niños deberían están más comprometidos con el aprendizaje, los profesores deberían poner más esfuerzo, los directivos escolares debieran dar más espacios de
confianza y apoyo, los sostenedores deberían preocuparse más de lo que la escuela necesita, el ministerio debiera tener políticas más claras, el gobierno podría asignar más recursos a educación, el parlamento podría regular mejor el sector, el país debiera resolver las desigualdades de base que condicionan a la educación.
Si bien todo esto tiene algo de cierto, el problema es cuando cada actor lo usa como excusa para no cambiar lo que a cada uno le toca. Tal vez si el primer esfuerzo que tenemos que hacer todos quienes creemos profundamente en las educación, es preguntarnos en primer lugar por
aquello que estoy dispuesto a cambiar en mi mismo, a qué ventajas y privilegios puedo renunciar, a qué comodidades, constumbres o creencias, para abrir la mente y el corazón a un cambio profundo.
Las reformas educativas suelen anunciarse como el esfuerzo por mejorar los resultados de aprendizaje, y perderse luego en la negociación sobre las condiciones de contexto (presupuesto, institucionalidad, organización del sistema, dependencias, normas) pero rara vez llegan a donde deben llegar para producir cambios verdaderos y profundos: la experiencia de aprendizaje, el encuentro único y siempre original entre docente, estudiante y conocimiento. Y si no cambiamos esa experiencia (lo que el profesor Santiago Rincón-Gallardo decribe como el “nucleo pedagógico”), entonces ¿cómo podríamos esperar resultados diferentes?
Abordar la experiencia de aprendizaje significa responder de manera original, honesta y abierta tres preguntas: ¿Qué debieran aprender niñas, niños y jóvenes en el siglo XXI? ¿Cómo debieran aprenderlo? ¿Con qué indicadores evaluaremos si estamos progresando en ese aprendizaje? La consecuencia de responder esas preguntas será definir que condiciones y
apoyos requerirán docentes y estudiantes para hacerlo posible.
El desafío educativo de Chile es actualizar y cambiar esencialmente la experiencia de aprendizaje que encuentra a docentes y estudiantes con el conocimiento. Si el ejercicio de la política pública, el presupuesto, las normas y la institucionalidad no vienen detrás de este núcleo, seguiremos con la frustración compartida de que, pese a tanto esfuerzo de todos,
nuestros indicadores educativos apenas se mueven.