Alertar sobre el deterioro del debate público es ya un lugar común que parece a nadie sorprende y, por lo mismo, ya nadie escucha. Pero sigue habiendo una diferencia significativa entre la mediocridad, el populismo, la estupidez o la frivolidad, por una parte; y la violencia intolerante, tanto verbal o física, por la otra.
Ya no basta con sólo declarativamente condenar estos hechos, más cuando incluso los hemos alentado por nuestras acciones u omisiones. Somos cómplices de todo lo que está ocurriendo cuando callamos o simplemente reprochamos desde la comodidad de no haber sido una víctima, pero también cuando compelidos por el miedo a romper con lo políticamente correcto o a enfrentar a otro, no estamos dispuestos a denunciar a todos aquellos que directa o indirectamente han instigado esto.
En muchos casos, sabemos quienes son. Son aquellos que se refieren a sus adversarios como enemigos, los que tratan de traidores a quienes votan de manera diferente, los poseedores de la verdad que desacreditan de legitimidad moral del que piensa distinto, los que han callado siempre cuando la violencia se ejerce por sus aliados o para imponer sus ideas, los que les parece normal que las personas se tengan que humillar para poder circular por las calles; en fin, todos aquellos que han inspirado o legitimado que un puñado de exaltados agreda cobardemente a otro ciudadano o autoridad.
Pero no nos convertirán en ellos. Nuestra peor derrota sería ceder a nuestras convicciones democráticas y civilizatorias para, presas de la rabia y la intolerancia, hacer con ellos aquello que moral y políticamente tanto despreciamos. No habrá agresiones, insultos o funas para ellos, pero si debemos ser categóricos en la defensa de la democracia, denunciando y aislando a todos aquellos que no creen en ella, y mostrando esa radical templanza que da la convicción de que no hay más fuerza que la que importan los propios argumentos.