Gracias Carlos Martner
Carlos Martner – Calico-, el arquitecto que hizo las piscinas Tupahue y Antilén en el Cerro San Cristóbal, el que dotó a la piedra de presencia habitada e interpretó a su particular manera, chilena y telúrica, la vanguardia modernista, murió el 21 de julio en México, donde vivía, a los 93 años.
Quien no lo conoce, busque en la red. O acceda de algún modo al libro que sobre su legado escribieron Humberto Eliash y Miguel Laborde, publicado en 2003 por la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Chile.
Son distintivas su mano y su visión. O tal vez son la misma cosa y esa es la causa de la indesmentible fuerza de su gesto en el paisaje: la hostería de la Pirámide y la casa Anáhuac, ambas en el Parque Metropolitano, cerca de las piscinas; el estudio de Neruda en la Chascona, la vivienda santiaguina del premio Nobel; el embalse Puclaro y el mirador del embalse Santa Juana, en la IV Región; el Parque Violeta Parra, en Lo Espejo.
Dibujaba sus proyectos con tinta y acuarelas. Hizo alguna vez un auto encargo: una ciudad de las artes. Hay en ella un templo de la danza, un castillo de la poesía, puertas sucesivas, una enorme escultura sumergida, cascadas, zonas de aguas turbulentas; hay también grutas, bancas para reposar junto a exuberantes enredaderas, una gran sala de conciertos, vegetación enmarañada, plazoletas, un vasto lago final y protagónico. Se alzan en ella un teatro, salas de cine, museos altos y solemnes y también espacios íntimos de exhibición. Se ubica esta ciudad soñada en un lugar imaginario.
Tengo el privilegio de vivir desde hace 24 años en una casa pensada por Calico Martner. La construyó para su hermano Jorge, en 1960. Al frente está la que él habitó. Ambas en la calle Almirante Byrd, en Providencia, a pocas cuadras de la calle Martner porque todo este paño fue alguna vez la casa quinta de la familia y, por eso, heredaron todos parcelas de terreno en las que edificaron, habitaron y disfrutaron hasta que la dictadura los arrancó de raíz.
Quedan huellas de ese exilio en la casa en que resido. Por ejemplo, la chimenea. Es un animal en extinción en medio de un living-comedor no demasiado grande que mira, a través de ventanales corredizos de madera nativa hacia un jardín que hemos remozado. El hogar, donde alguna vez, antes del smog y las prohibiciones, se pudo encender un fuego reconfortante, está construido en piedra y no es cualquier entramado: se trata de un mural de María Martner, la hermana, la misma que estampó imágenes con su arte en piedra en la Casa de Neruda de Isla Negra y el escudo nacional en la bombardeada Tomás Moro de Allende, esa que iba a ser la casa de los presidentes de Chile si las cosas hubiesen seguido como eran.
Pues bien: el mural, en el que difusamente pueden distinguirse un árbol redondo y una flor entre ágatas, cuarzos y guijarros, fue alguna vez pintado enteramente de negro. Se nos contó que ocurrió en los años en que la casa estuvo en manos de los malos. No recuerdo si por arriendo o por ocupación. El hecho es que la utilizaron unos hombres a quienes el mural les incordió, les recordaba una estética de izquierda, el Pueblo Unido, los afiches de Larrea, esa onda. Y entonces lo embadurnaron. Lo taparon. Con el tiempo ha ido asomándose. Una resistencia persistente.
Hay cosas que aparecen con el tiempo.
Hemos pensado muchas veces restaurar profesionalmente este mural. Era caro cuando cotizamos. Quizás ahora acometamos.
En la casa de en frente, la que el arquitecto habitó, viven actualmente Judy y su familia amantes de los animales y férreos defensores -al igual que nosotros- de la magia espacial que Calico construyó. Nos armamos de cascos, lanzas y escudos frente al incesante acoso de las inmobiliarias insaciables y sus agentes ávidas de la empalagosa comisión. “No, no vendo”. “No, no estoy interesada”. “No, no me mandes ni una propuesta”. Debemos de resultarles irritantes.
¿Pero cómo podría uno, si puede evitarlo, vender una casa de Calico Martner para que la derrumben e instalen en su espacio un edificio cualquiera, dúplex o triplex, de departamentos unipersonales o cuartos mariposa, con quincho o sin él, con amplia logia y “recibos”?
Vivir en una casa de Carlos Martner es una suerte de canto mineral. Piedra laja, bolones gordos, una pared de arena de río o de mar, grano pequeño. La otra de roca compleja, como los tótems que surgen en sus albercas públicas del cerro San Cristóbal. Armada desde los elementos de la creación, la casa. Primigenia.
Tiene, al igual que la otra, la construcción hermana que nos mira desde la otra vereda, un subterráneo espacioso e iluminado: el lugar del taller, de la oficina, del escritorio. Un sitio para crear. Hay revestimientos de madera en el salón, con vigas a la vista, desniveles y un uso desbocado de la tierra de color, como un teñido aborigen que dotase de presencia esencial a los hormigones afinados en las escaleras hechas en obra: angostas, reducidas.
Sus espacios funcionan bien aunque son estrechos. Una espacialidad sesentera. Nada de potreros. Una vez con el marido de Judy, que ya murió, nos reímos mirando las puertas de nuestras casas. No son estándar. Algunas, de pino Oregón, miden tres o cuatro centímetros menos que las comunes. “Este tipo debe haber sido petiso”, me comentó el vecino, encogiéndose de hombros.
Pues no. No era un hombre de estatura pequeña Calico Martner, aunque tampoco muy alto. Pero sí creaba grande con los materiales de la tierra. Y en cada proyecto nos los ponía por delante, honrados, glorificados, como quien enmarcase en oro puro una flor o un tronco y lo exhibiese en la sala mayor del Louvre. Diciéndonos, Calico, en cada obra: “Mira, esta es la tierra. Mira. Mira. La tierra. Mira qué grande. Mira qué hermosa, la tierra”.
Habitamos su legado y entendemos. No da lo mismo vivir en una casa pensada por un artista. No se adapta ella a uno, aunque tampoco opone resistencia. Es uno quien debe aprender a leerla, conocerla, respetarla.
Me ha costado. Quise botar la chimenea al comienzo, lo confieso. Quitaba espacio. Deseé desarmar los clósets minúsculos para poner unos más funcionales, de puerta con riel, modernos. Me molestó la cercanía de la cocina con las piezas. Por suerte no perseveré en mi torpeza de rebaño.
Hace unos años pensamos en cambiarnos. Buscar un lugar más grande: los niños adolescentes, yo necesitando un taller. Visitamos muchas casas en muchos barrios. No pudimos. Ninguna nos gustó tanto como esta. Nos entregamos al hecho de que nos une a ella una pasión irracional. O quizás se trate de amor.
Gracias Carlos Martner por un lugar en el mundo.