Vengo acá, llena de entusiasmo, con un cierto brío indómito, lo reconozco, a promover la instauración de una nueva etapa etaria: la post adultez.
En occidente y en varios países asiáticos, en naciones donde se ha ido derrotando la pobreza extrema y se enfrentan las enfermedades más devastadoras con salud pública eficiente y nuevas tecnologías, estamos viviendo mucho más de 80 años. Con largona.
Hoy, la esperanza de vida al nacer para los chilenos es de 79,5 años, la más alta en Latinoamérica, con 77,3 años para los hombres y 82,1 para las mujeres (INE). Eso implica que varios llegaremos o llegarán más allá de los 100 y serán o seremos muchos los que padeceremos largos años de vejeces empobrecidas, solitarias, limitadas, achacosas, tristes y dolorosas. O sea, muy jodidas.
No voy a hablar de eso. Se ha escrito suficiente.
Lo que a mí me interesa es otro asunto. Consiste en cómo dotar de un nuevo lugar en el imaginario social y en el proyecto personal a la etapa que se extiende entre la peri-jubilación (alrededor de los 55 años, diría yo) y el momento fatal en que el cuerpo pasa la cuenta heavy y comienza, a nuestro pesar, a frenar las ganas y los proyectos (cerca de los 80, calculo).
Con 57 años, soy parte de ese segmento. Es claro que todavía no somos viejos-viejos, ya llegará el momento. Pero lo que vengo a plantear es que no podemos seguir siendo adultos. Ya lo hemos sido demasiados años. Es mucho pedirnos.
No podemos seguir tocando las mismas teclas porque de puro cansancio la melodía nos va a empezar a salir desafinada. Y no somos nosotros los llamados a continuar sosteniendo o construyendo, porque vienen otros, detrás, que reclaman el lugar, ávidos y competentes. Toca abrirles paso.
Ahora que se retrasan la vejez y la muerte, es dañino que la adultez se extienda tantos años. Se trata de una etapa muy dura. Es el tiempo trabajar como chinos, de armar, de sostener las instituciones personales y las colectivas, de cuidar a los chicos y a los viejos, de no explorar, de no soñar demasiado. No se puede, hay que estar ahí: haciéndose cargo.
Los adultos en Chile trabajan de 9:00 a 19:00; tardan unas dos horas en traslados eternos para llegar o volver de sus sitios laborales; sienten culpa por no estar con sus hijos, con los que se sientan tardísimo y cansadísimos a hacer las tareas de modo que en el futuro logren un buen lugar en este puzzle competitivo. Los adultos anhelan pagar la casa, comprar un auto, tomar unas buenas vacaciones. Tienen que ayudar económicamente al papá, a la mamá y hasta a la abuela. Los que poseen algún interés social forman participan de la junta de vigilancia del edificio, del centro de apoderados del colegio. Corren, se auto exigen, se desloman, se agotan y a algunos les queda tiempo para eso que nuestra cultura llama “ocio”, que consiste básicamente en descansar para poder seguir produciendo lo más pronto posible: ver una película, ir al gimnasio, hacer un asadito, tomarse un traguito. Tiempos cortos entre pega y pega que no alcanzan para desarrollar otros intereses o a hacerse nuevas preguntas. Los adultos no pueden hoy, aunque lo anhelen, habitar la vida con presencia y curiosidad. Son rehenes.
En la matrix que habitamos eso es inevitablemente así. No digo que en esa etapa no se pueda ser feliz, también pasan cosas lindas, claro. Pero los márgenes son acotados. Un adulto es un adulto. No puede ser disruptivo.
Por eso, en naciones y personas con capital suficiente para apretarse un poco el cinturón y dejar de correr tras bienes superfluos, la post adultez que vengo aquí a reivindicar debiera ser un momento de irse bajando de la ruedita y re programar las emociones y la cabeza para enfrentarnos con nosotros mismos y aportar a lo público desde otro lugar: con más valentía y con más libertad.
Ello implica, por cierto, una re-educación, porque la adultez suele habernos privado de ejercitar aquello.
Desde el punto de vista del desarrollo individual, de la tarea bella y enorme de completar una vida, es el momento de saldar las deudas. De preguntarnos otra vez, como en la adolescencia, quiénes estamos llamados a ser. Volver a escuchar esa voz. Y hacerle caso. O se hace en esta etapa o no se hará nunca más.
Desde el interés social, cultural y político, ello se traduce en pura ganancia. Es imposible que un ser humano abocado apasionadamente a la tarea de completar su devenir no se convierta en un ciudadano sensible, consciente y presente.
La post adultez es entonces el momento de empezar a ejercitar una cierta rebeldía. De chasconearnos, salirnos del rol, enfrentar los pendientes, retomar lo que dejamos atrás. En lo social, lo cultural y lo político, el aporte debiera ser el cuestionarse, abrirse, salirse de la manada, soltar lo prejuicios, atreverse a decir lo que se piensa. No temer tampoco a afirmar algo distinto de lo que se sostuvo antes. O sea, reconocernos vivos y cambiantes.
No estoy haciendo un llamado zapallarino desde un lugar de privilegio donde, caricaturizo, resulta fácil ir a encontrarse consigo mismo soltando la pega y matriculándose en un diplomado en Artes Liberales en la UAI. De lo que hablo de es de una actitud. De dejar de hacer lo que se espera de nosotros o lo que todos hacen para hacer aquello que anhelamos. La señora que trabajó en mi casa por 20 años acaba de inmigrar a Nueva Zelanda a los 55. Un hombre de 60 que todavía tiene que trabajar duro para mantener a los suyos puede hacer un giro, solo con hablarle claro al hijo de 32 y decirle que no va a pagarle más las cuotas de la moto. La abuela que siempre cuida a los nietos y se ha postergado la vida entera porque su lugar ha sido “servir” a sus hijos, quizás diga “no más” o “menos días”, porque se muere de ganas de ir a las clases de salsa de la Muni, donde se siente revitalizada y encuentra a otras mujeres con quienes conversar y comprender el momento que atraviesa.
Quienes estamos en la post adultez sabemos que queda poco. Es, por tanto, un despropósito seguir adaptándonos y acumulando. Corresponde desarmar y andar ligeros, para hacernos más permeables y así, desde la sabiduría de una vida ya atravesada, participar en lo que queda, con los otros, no ya desde la estructura el orden y el miedo, sino desde el asombro, la curiosidad por lo nuevo. La invitación a los post adultos viene a ser algo así como ser joven nuevamente, pero con la perspectiva que entregan los años caminados..
Si lo ejercemos, si lo establecemos, si empezamos a pensar así en esta etapa de la vida, y por cierto a re-nombrarla, estoy segura que la enriqueceremos; dotaremos de un nuevo sentido a los años que anteceden a la vejez dura; le quitaremos peso a la difícil adultez con la promesa de un tiempo más liviano, y ganaremos a unos ciudadanos que aportarán a lo común desde un arrojo lúcido.
Es una interesante aventura. ¿Quién dice upa chalupa? Yo ya agarré la mochila.