Lo he escrito antes, lo he hablado mil veces: no estuve al lado de mi padre mientras él moría. Saber que un ser querido está muriendo mientras tú estás en el hemisferio contrario es una carrera contra el tiempo que no le deseo a nadie. Los que lo han vivido saben que no hay vuelo aéreo más desesperante que ese que se hace implorando que al aterrizar -en mi caso en una escala de 24 horas- no te digan que ya es tarde. Para mí lo fue porque mi papá había muerto a pesar de todas mis plegarias no atendidas. Pero tuve suerte: mi madre había conseguido que no sellaran su ataúd, y en cuanto llegué a Chile pude tocarlo, darle muchos besos y pedirle mil veces perdón por mi abandono final.
Mi padre fue un afortunado hasta para irse de este mundo, porque murió con mi hermana, mi madre y la mejor amiga de toda su vida rodeándolo. Fue un privilegiado, porque en el momento en que se supo que había muerto, medio centenar de personas llegó a acompañar a la familia, porque todo el que quiso entró a su pieza y le dio un beso, le tomó la mano o le habló al oído.
Las hijas, los nietos y mi mamá, junto a cientos de personas, estuvimos en su funeral, donde en lugar de cantos religiosos hubo tangos, aplausos, discursos y más aplausos por la existencia de este hombre que partía quién sabe a qué lugar. Y abrazos, muchos abrazos.
Escribo esto porque la vida nos ha cambiado tanto, que un hecho que solo podría pertenecerme a mí y a los míos, hoy parece un cuento bonito con final feliz. Lo hago, además, porque vuelvo a un tema que me ha perseguido siempre y que hoy cobra un valor no transable en el mercado: la importancia de los ritos en la vida de los que estamos vivos quién sabe hasta cuándo.
Hasta hace poco más de un mes, el dolor de no haber podido llevar a cabo la ritualidad de enterrar a los muertos era patrimonio de los familiares de detenidos desaparecidos. Sigue siéndolo, sobre todo porque no solo se les ha negado el derecho a darles sepultura a sus seres queridos, sino que también se les sigue negando el saber dónde están. Sin embargo, ahora nos hemos ido sumando todos a una parte de ese horror: si se nos muere un ser querido, la soledad será su única acompañante.
Hoy este rito se rompió como cuando estalla un cristal, y son tantos pedazos los que no podremos recoger porque no estarán a nuestro alcance, que aunque quisiéramos ir juntándolos uno a uno con guantes no podríamos hacerlo. La bolsa mortuoria es el nuevo traje de un muerto al que no lograremos vestir.
No sé aún -ruego por no aprenderlo- qué significa no acompañar la muerte, pero si hago un ejercicio, solo vislumbro la imagen de un cuchillazo partiéndome el cuerpo sin piedad una y otra vez hasta dejarme convertida en una cruz sin remedio alguno. Colgajos de pena repartidos para siempre; una pieza sin aire, mi propio ataúd, mi pandemia eterna sin consuelos ni abrazos.
El ritual quebrado se parece a una muerte que no termina de morir, que agoniza sin amor ni calma. El infierno del círculo que queda abierto como una herida para la cual no hay cura y que hay que dejar que sangre hasta la anemia del corazón.
La pesadilla que me persigue aunque no esté durmiendo. La crueldad de un tornado que se lleva todo menos la tristeza, la infinita tristeza.