Mi amiga Ana siente que pertenece a este país cuando come queso de cabra o cuando sin aviso se le aparecen las araucarias en todo el esplendor que ella les reconoce, porque le gustan, porque al igual que el queso de cabra la llevan de viaje a un pasado remoto afincado en lo rural. Ana partió al exilio siendo niña y con los años se convirtió en una artista plástica reconocida, lo que le permite estar en viaje permanente por el mundo varios meses al año. Cuando está fuera, dice, se siente latinoamericana y ni La Toscana italiana ni la provincia francesa logran conmoverla tanto como este continente aporreado y cautivante en el cual las dos tuvimos el privilegio de nacer.
Ella no cree en el concepto de patria que viene en los libros ni en los discursos que la invocan como sinónimo de una bandera, un escudo, una soberanía convertida en retórica de cancilleres ni menos en esa entelequia fastidiosa llamada chilenidad. Yo tampoco.
No creo que la patria sea un territorio al que uno quiere porque sí, porque en él le tocó nacer, ni porque tenga demarcaciones en un mapa o porque esa misma tierra esté habitada por otros y otras que hablan el mismo idioma, usan los mismos modismos y manejan códigos similares. Chile está lleno de personas iguales a mí y eso no me hermana ni por decreto ni por definición. No creo en la importancia de las raíces porque no somos árboles ni plantas, ellos tienen raíces, nosotros no.
Siento algo parecido a la repulsión por aquellos que pasan su vida atentos a sus inversiones en la Bolsa o sus negocios particulares sin interesarles cómo otros llegan a fin de mes, pero que sin embargo se disfrazan de huasos de salón el 18 de septiembre, cuelgan banderitas blanca, azul y roja en sus autos y se llenan de güirnaldas para gritar “viva Chile”, mientras bailan una cueca tan desangelada como su manoseado patriotismo.
Mi amiga Ana se sienta en una banca de Lastarria, prende un cigarro y define que en ese pedazo de calle está la vía por la que quiere andar. Así, una vereda se transforma en patria sin necesidad de otros símbolos ni de grandilocuencias.
En mi caso, muchas veces pienso que eso que llaman patria no es más que una chirimoya que me como con pasión, los erizos, digüeñes y las tortas de milhojas; las noches de verano –aunque en esta ciudad no existan luciérnagas-, las tardes oscuras del invierno, la cama de mi mamá -porque no hay nada que calme más que el olor a mamá- y el abrazo que se extiende como manto protector del que siempre me recibe en mi casa. O sea, mi “patria” es reproducible en cualquier parte del mundo, salvo por los afectos que he construido y a quienes es imposible acarrear en una mochila o un container.
Sospecho que alguna vez escribí que tenía el corazón desarraigado. Hoy esa frase me parece cursi y una mala metáfora, porque los músculos del cuerpo van al lugar al que uno vaya y no se extravían como quien olvida un pasaporte en el velador de un hotel. Pero sí reconozco que esa patria, si por ella entendemos la emoción del retorno, la alegría de recorrer las calles, la sensación de pertenencia, la familiaridad de los olores y un sinfín de cosas más, la encuentro en otro hemisferio que se encargó de hacerme feliz sin que yo le pidiera nada a cambio.
Es probable que para Ana y para mí, al igual que para muchos y muchas como nosotras, la simbología de la bandera, el escudo y la chilenidad sean sinónimos de la dictadura y de los uniformes que la acompañaron. La apropiación de esos íconos por parte de un sector no es una batalla que me interese dar: no voy por esa reconquista, no participo, no me importa.
Creo que hay mucha más patria en los graffitis que se han dibujado en estos casi tres meses en las calles de Santiago que en las alfombras de terciopelo rancio por las que desfilan los que se espantan por los muros pintados. Mucha más entre quienes recorren barrios y juntas de vecinos explicándole a la gente qué significa para este país poder dar a luz una nueva constitución, que en esos que, más preocupados por las cosas que por la gente, buscan subterfugios baratos para invalidar cualquier proceso que implique cambios que alteren las estanterías de yeso pelado que han mantenido por años; e infinitamente más en esos que tienen la convicción de saber que las transformaciones que valen la pena son las que entrañan desprendimientos con tal de entregar dignidad y justicia a aquellos que toda su vida han vivido en el lado donde habita el despojo.
A veces mi patria es chica como una guinda y otras veces se agranda como una plaza repleta de voces que cantan una misma canción. Es, como diría Martí, “la fusión dulcísima y consoladora de amores y esperanzas”.