Salí del Normadie en silencio y caminando por el paseo Bulnes me sentí algo triste. No era una pena condescendiente por la sufrida vida que tuvo el artista, sino más bien tenía una sensación de ingratitud.
Esa ingratitud por no haber antes valorado su talento, por no haber antes admirado su consecuencia, por no haber antes reconocido su sacrificio. Lemebel, al igual que muchos en Chile, tuvo una vida dura. Es duro ser pobre, pero más todavía –especialmente en esa época- si además de ser pobre, eres artista, homosexual y activista.
Como varios, descubrí tarde a Lemebel. Me maravillé con la elegancia de su prosa, más cuando relataba brutalidades que no se pueden decir de manera elegante. Me sedujo su capacidad para describir situaciones y personas extrañas, al punto de hacerlas amables y cotidianas. Gocé con sus libros y más todavía con sus crónicas, las que releo a menudo, siendo mis favoritas las de “Adiós Mariquita Linda” o las relatadas en “Zanjón de la Aguada”.
Pedro Mardones nunca quiso salir de donde estaba, ni superar nada, ni menos renegar o disfrazar lo que era. Su vida, y tal como lo muestra el magnífico documental dirigido por Joanna Reposi, fue una constante lucha por visibilizar y mostrar lo que su mundo representaba. Su arma fue el arte visual primero y la literatura después. Y aunque fue un provocador violento, su rabia jamás oscureció su talento.
Quizás con contadas excepciones, como fue el caso de Gladys Marín, fue marginado, excluido y despreciado por todos quienes se lavaban la boca, ayer y hoy, con el discurso de la igualdad. Lemebel incomodada a la elites, especialmente a esa izquierda homofóbica y moralista, la que muy tarde, demasiado tarde, reconoció el valor y testimonio de su lucha; y que hoy, con algo de oportunismo e impudicia, intenta apropiarse de su figura y legado.
Lemebel no tenía límites. Maltrató su cuerpo de manera tan brutal, como la injusticia maltrata a los más pobres. Entre el alcohol, las drogas, el tabaco y el desenfreno sexual, fue muriendo lentamente en un largo sacrificio, en lo que a ratos pareció una infinita y eterna noche de incomprensión y soledad. La misma que lo rodeó por llevar al limite y de manera radical su causa, la que también estuvo plagada de arbitrariedades y odiosidades para con otros.
Lemebel no quería tener amigos o simpatizantes. Amó y odió con igual pasión y desmesura. No fue un héroe ni tampoco un mártir. Fue simplemente un hombre que hizo de la exuberancia una causa política, social y estética; viviendo con una intensidad que sólo puede generar admiración y envidia.